lunes, 25 de julio de 2022

"LITERATAS ESPAÑOLAS: LUISA SIGEA" de GUMERSINDO LAVERDE RUIZ

Artículo aparecido en el "Círculo científico y literario", número 3, del 24 de febrero de 1854, pp. 36-39.

A mi amigo Aureliano Valdés.

Suele encontrar el historiador, al tender sobre el pasado sus reflexivas miradas, algunas grandiosas figuras que ceñidas con el laurel de la inmortalidad, le indican inmutables los vuelos y las caidas del espíritu humano en su tortuosa carrera al través de las generaciones; a la manera que las enormes columnas plantadas en las márgenes del Nilo decían a los egipcios el crecimiento que, en sus periódicas inundaciones, alcanzaban las aguas de aquel río misterioso. El alma se detiene atónita en su presencia, porque en ellas mira, ya el reflejo de las fases más luminosas de la humanidad, ya el principio de sus trascendentales expansiones, tal vez la síntesis de algún grande periodo de su existencia. Así en Saffo se nos revela aquel vago presentimiento del corazón cristiano, que estaba generalmente difundido como una luz tenue y casi imperceptible, entre las impuras tinieblas del paganismo; así vemos en Cleopatra la personificación de la República romana, muerta por su liviandad y por sus vicios: en Juana de Arco la fe varonil y el sublime entusiasmo que animaron a la Edad media; en Mme. Stáel la inteligencia robustecida en el infortunio, luchando brazo a brazo con la tiranía y el materialismo; y finalmente para venir a nuestro asunto después de haber trazado este gran círculo en el campo de la historia, en Luisa Sigea la última y fiel expresión de aquella famosa era literaria del renacimiento que, sordamente preparada en medio de la barbarie de los tiempos bajos, vino a desplegar en el siglo XVI todo su esplendor y magnificencia, impulsada por la brújula, por la imprenta y por otros importantísimos descubrimientos, a cuyo fecundo influjo parecían levantarse del sepulcro los colosos de la cultura griega y latina, para labrar el engrandecimiento de las modernas sociedades. Cuando en tan dilatado teatro apareció Luisa Sigea, descollando a una inmensa altura, era quizá la época en que había llegado a su colmo aquel movimiento universal de las inteligencias. Luisa Sigea fue el foco en que se reflejaron, por decirlo así, todos los rayos de aquel astro regenerador salido, poco había aun, de las tinieblas del pasado a transformar el mundo.

Nació en Toledo el año de 1527. Desde temprana edad comenzó a manifestar las claras dotes de su espíritu y su ardiente afición a las letras, tal que adoctrinada por su padre Diego Sigea, francés de nación y docto humanista, tenía ya a los diez años noticias no vulgares de la literatura griega y latina, sabiendo de memoria gran parte de las obras de sus más célebres escritores.

Estaría Luisa en el año catorce de su vida, cuando tuvo que pasar a Lisboa con su padre llamado para enseñar a Teodosio, duque de Braganza y a sus hermanos, por el rey Juan II, gran protector de las letras, a cuyo oído llegaran los superiores conocimientos que poseía. Allí continuó la joven toledana, arrastrada de su cada vez más ferviente vocación y dirigida por hábiles profesores, ensanchando incesantemente los límites de su entendimiento con el cultivo constante y metódico de las letras y de las ciencias. No tardó la fama en divulgar su nombre por Lisboa, hasta llevarle a la princesa doña María, muy sabia en filosofía y sagrada escritura, la cual no satisfecha con esto y deseosa de adquirir más vasta erudición, hizo que Luisa entrase a su servicio (1543); y unidas por los lazos de tierna amistad, se dedicaron al par a concienzudos estudios sobre los idiomas exóticos, en los que consiguieron tales adelantos que, aun en el siglo XVI admiraron a las gentes más doctas.

El ardor infatigable que las impulsaba a emprender tan áridas investigaciones las inspiró la feliz idea de formar una especie de academia destinada a difundir el amor a la literatura entre el bello sexo, e inmediatamente la pusieron en práctica, cooperando a ello en gran manera el monarca. Allí explicaba Luisa Sigea la filosofía y las lenguas sabias con una elocuencia y facilidad admirables; y tenía por discípulas a las jóvenes de la nobleza mas calificada, inclusa la misma Princesa. Pero su influencia se extendió a más ancho círculo. Cuantos personajes notables había dentro de Portugal acudían también a escucharla, y a todos causaba maravilla; y sus enseñanzas cundían por la nación desde aquella academia, única entonces, encendiendo en la juventud un vivo amor a la antigüedad y a la erudición. De este modo, los estudios clásicos que a la sazón absorbían las inteligencias más privilegiadas del resto de Europa, se derramaron de lleno sobre aquel país con la palabra de Luisa Sigea, a cuyo lado, como si fueran satélites suyos, florecían varias ilustres literatas. Tales eran, entre otras, su hermana Ángela que, además de la filosofía y humanidades, poseía la música con tanta perfección que sobrepujaba a los más distinguidos artistas de su tiempo, y Ana Vaez, célebre en elocuencia y bellas letras.

Brillaba Luisa gloriosamente como centro de tanta animación literaria, gozando en paz de los aplausos que, bien en sus cartas, bien en sus versos o en otras obras, le tributaban a porfía plumas nacionales y extranjeras, pues tanto había volado su fama, cuando vino a perturbar su gloria el anuncio de que acababa de ser publicado con su nombre en Holanda cierto libro bajo el epígrafe de: Misterios del Amor y de Venus (1): libro impropio de la pluma, no digo ya de una mujer virtuosa cual ella era, sino del hombre más dado al deleite. ¡Cuánto no sufriría su ánimo con motivo de tan infame suposición! Su honra quedó bastante lastimada a los ojos de quienes no la conocían, pero todos aquellos que habían tenido ocasión de observar su candor y sus virtudes, nunca pudieron creer que obra suya fuera tan abominable engendro. Muchos creyeron imprudentemente culpable a Juan Meurcio, el cual clamó contra tamaña calumnia, hasta que otros, celosos del honor de entrambos, llegaron a descubrir ser hechura de un tal Juan Westrene, jurisconsulto holandés, por confesión de él mismo y deposición de su digno compañero Bewerlando; y la tenebrosa nube agolpada sobre la frente de Luisa Sigea se trasformó en aureola esplendorosa. He aquí como la Providencia saca luz de las sombras, sienta el bien sobre las ruinas del mal y sabe convertir las secas espinas en frondosos laureles!

Tres habían sido indudablemente los principales motivos que impulsaron a Juan Westrene a publicar su grosero escrito. Sabido es que, tanto en religión como en política, ya entonces comenzaba a existir entre España y los Países Bajos un antagonismo que no pudieron mitigar cuantos medios se escogitaron; y de este sentimiento se hallan en su obra frecuentes indicios que iluminan la mente del lector y le ponen de manifiesto la intención del perverso jurisconsulto. En segundo lugar, como en el siglo XVI nuestra nación llevaba la palma de la sabiduría, los extranjeros no tenían fuerza para perdonarnos esta culpa, y de aquí la envidia que se trasluce en aquel libro desde la portada, y con especialidad en el diálogo 8.° donde se denigra feamente al gran escritor del renacimiento, al virtuosísimo y sapientísimo Vives, con quien Luisa tenía muy seguida correspondencia, por la identidad de sus inclinaciones y estudios, y hasta pudiera decirse que por la semejanza de los papeles que desempeñaban en el drama sublime de la humanidad. Por fin, y acaso esta fuera la causa principal, le guió en su detestable trabajo la aversión con que miraba a las mujeres instruidas, preocupación harto común entonces y que todavía hoy cuenta muchos partidarios, a pesar del desarrollo de la civilización y de los infinitos ejemplos que demuestran no ser incompatibles en la mujer el cumplimento de los deberes domésticos y el cultivo de su inteligencia.

Pero destruida la torpe calumnia de Westrene, muchos literatos extranjeros se pusieran en comunicación con nuestra poetisa; en las academias resonó el eco de sus alabanzas; los poetas la cantaron en sus versos, y al compás de tantas armonías como llegaban a regalar su oído y su corazón, brotó de su pluma el elegante poema Sintra, cuyo título tomó de una villa de los reyes de Portugal, así denominada. Es la única que se conserva de las muchas poesías latinas que compuso, y que en su tiempo corrían manuscritas con grande estimación, pequeños trabajos que ella probablemente consideraría solo como meros pasatiempos académicos. La primera edición de que tenemos noticia, es la que se hizo en la tipografía de Dionisio del Prado (París 1556), en la cual figuraban algunas otras poesías latinas escritas en su elogio y a su muerte; todo lo cual reprodujo exactamente en el siglo pasado don Francisco Cerda y Rico en el primer tomo, único que desgraciadamente se ha publicado de su preciosa colección: Opúsculos selectos y poco comunes de españoles ilustres (2). Consta el Sintra de 54 dísticos elegiacos que con su facilidad, soltura y cadenciosos giros nos recuerdan a cada instante las inmortales quejas del Ariosto latino. Revela, en efecto, este poemita que su autora estaba íntimamente familiarizada con los poetas del Lacio, Virgilio y Ovidio especialmente, cuyas huellas se notan a cada paso en sus hermosas páginas, prestándolas cierto sabor de clasicismo altamente deleitable. Hay en él, como en las obras del vate de Sulmona, descripciones amenas y pintorescas, propiedad, abundancia y gallardía en las imágenes, pureza de lenguaje, y por último, particular discernimiento en la elección de los epítetos, siempre expresivo y brillantes (3). Siguiendo los consejos de sus amigos envió una copia al papa Paulo III, a cuyo fin le escribió una extensa carta en los idiomas latino, griego, hebreo, siriaco y arábigo, todos los cuales hablaba con igual perfección que el suyo nativo, fenómeno prodigioso que nadie admitiera a no estar corroborado por el testimonio de toda una generación. En la corte romana excitó tal admiración que cuantos la leyeron no tenían otra cosa de que hablar en las tertulias y en las academias. Muchos que no daban asenso a lo que de ella antes se refería, hubieron de convencerse a vista de aquel poema y de aquella carta, no faltando aun descreídos que dijesen que ella nada tenía en semejantes trabajos; pero la verdad prevaleció esta vez, como siempre. Hay en la carta de que vamos hablando lozanía de estilo, esmero en las palabras, delicadeza en las frases, y está salpicada frecuentemente de reminiscencias ciceronianas que le comunican cierto colorido de antigüedad, si bien a veces aquel gusto de escuela se convierte en énfasis y amaneramiento, defectos comunes en casi todos los escritores de su siglo. El mismo juicio se puede formar con ligeras excepciones de sus demás cartas, que la Biblioteca nacional conserva en un códice de cuarenta y una páginas con este epígrafe: siguen algunas cartas de LUISA SIGEA, lusitana eruditísima dirigidas a varios personajes (4). A continuación –para que pueda formarse idea de su estilo– insertamos el primer párrafo de ella, y la contestación íntegra del pontífice, vertidos ambos documentos en castellano.

«Ya hace mucho tiempo que presenté a vuestra Santidad algunas florecillas de mi pobre ingenio, a guisa de solícito agricultor que ciñe las aras de los dioses con las plantas que primero entreabren sus capullos, para que educadas a tal altura, le ofrezcan después más prósperos y abundantes frutos.»

Contestación de Paulo III.

«Amada hija en Cristo, salud: Heme gozado en el señor hasta lo sumo al leer la carta que, escrita en latín, griego, hebreo, siriaco y arábigo, tuviste la bondad de dirigirnos; fruto de erudición bien extraordinario, y más en una mujer a quien adornan según se nos ha referido, honestidad extrema y piadosas costumbres; tal admiración produjo en nuestro ánimo que al punto dimos gracias al Omnipotente que te ha prestado el conocimiento de tantas lenguas, cosa rara, no digo ya en tu sexo, sino que hasta en los hombres mismos. También debes manifestarle tu reconocimiento y continuar acompañando como hasta ahora, de honestidad, de piedad y de toda suerte de virtudes el precioso don con que te ha enriquecido: nos a la verdad, si alguna vez aconteciere, con grande placer contribuiremos a la coronación de tus honestas aspiraciones, teniendo presente a Dios y tus nobles prendas. Dada en Roma el 6 de enero de 1547 año 13 de nuestro pontificado. Paulo III.»

Animada por tan benévola acogida, continuó Luisa estudiando incesantemente en compañía de la princesa, los diez años siguientes, hasta que en 1556 dio su mano a Francisco de Cuevas, caballero burgalés de distinguida alcurnia y de no escasa fortuna, quien la amaba con pasión, siendo de ella correspondido. Todos celebraron con grande júbilo semejante enlace, pues eran bien notorias las excelentes cualidades de los consortes, no sin que la despedida dejase de arrancar copiosas lágrimas a Luisa y a su familia y compañeras cuando poco después partió a establecerse en Burgos, donde radicaban las ricas haciendas de su esposo.

Durante los cuatro años sucesivos vivió tranquilamente, cumpliendo con la mayor exactitud los deberes que le imponía su nuevo estado. Entonces contrajo muy íntimas relaciones con la reina de Hungría, que depositó en ella todos sus sentimientos e hizo secretario suyo a Francisco de Cuevas. Se ignora el modo como cayó en gracia de esta señera, muy amiga también de las letras, acerca de las cuales conversando, solían pasar los ratos de ocio. Por este tiempo debió de dar la última mano a su obra, titulada: Diferencia entre la vida urbana y la rústica (5), de la cual circularon entonces varias copias. Viola Alfonso de Madrid, quien en su Historia de Palencia se expresa respecto de ella en estos términos:

«Sobre todas parece cosa monstruosa y que se debe contar por prodigio en este tiempo. Esta es una dueña llamada Luisa Sigea que al presente vive en Burgos . . . es conocida en la mayor parte de Europa, y aun con todo no creyera yo la fama que suele engrandecer las cosas, si no viniera a mis manos un libro que compuso, y no de molde, si no de su pluma, según me dijeron, en el cual, en forma de diálogo entre dos damas, se trata elegantemente de la diferencia que existe entre la vida cortesana de palacio y la solitaria de aldea y campo. Dispútase la materia por ambas partes con gran copia de razones y autoridades de filósofos morales. Lo que tengo aquí en mucho es que aunque esta señora en su libro no opusiera nada de su casa, si no buscar sentencias tan notables del Platón, Aristóteles, Xenofonte, Plutarco y otros muchos autores griegos, y ponerlas a la letra enteras en su propia lengua y caracteres griegos y trasladarlos después letra por letra en latín, y juntamente las autoridades de los profetas y Psalterio y Salomón escritas en lengua y caracteres hebreos y trasladarlas en latín, digo que, aun cuando mas no hiciera, había hecho mucho. Cuanto más que en lo que escribió de suyo mostró grande erudición en filosofía e historia, con harta elegancia en el latín y gentil vena en los versos.»

Esto es lo único que podemos decir acerca de una obra de tanta importancia. Lamentamos altamente su extravío; y auguramos no pequeña satisfacción a quien tenga la fortuna de dar con ella y la publique, presentándonos así un nuevo ejemplo de la filosofía del siglo XVI que, empapada por una parte en abundante y clásica erudición, y arrastrada por otra del espíritu innovador, rompía las cadenas del Escolasticismo, y se lanzaba animosa al porvenir, ostentando en sus robustos brazos las inmortales producciones de Fox Morcillo y de Juan Huarte, de Luis Vives, y de Gómez Pereyra.

El mismo Alfonso de Madrid añade que «las cargas del matrimonio no le impedían el cultivo de las letras».

Según refirió a don Nicolás Antonio (6) el R. padre Fr. Manuel de la Resurrección, agustiniano descalzo y procurador en Roma de su provincia de Portugal, Diego Sigea falleció en Torres-novas, ciudad de aquel reino, en cuyo convento de Carmelitas fue sepultado provisionalmente, por voluntad de Luisa con esta sencilla inscripción:

Aqui Yas Diego Sigeo

hasta que fuese trasladado a Castilla, como el mismo Fr. Manuel aseveraba haber visto en un documento firmado por Constantino Méndez de Gouvea, notario público de dicha población.

No tendría la pérdida de su amado padre poca parte en la prematura muerte de Luisa acaecida el 13 de octubre de 1560 a los 33 años de edad, dejando algunos hijos que conservaron su ilustre sangre.

Las musas y las virtudes lloraron en torno de su tumba, sobre la cual, colocó su buen esposo, poseído del más grave dolor, el siguiente epitafio latino que es como un compendio de su gloriosa existencia:

D. O. M.
LOYSIAE SIGAEAE FOEMINAE
INCOMPARABILI
CUJUS PUDICITIA CUM ERUDITIONE
LINGUARUM
QUAE IN EA AD MIRACULUM
USQUE FUIT
EX EQUO CERTABAT.
FRANCISCUS CUEVAS MOERENTISS
CONJUGI B. M. P.
VALE BEATA ANIMULA CONYUGI
DUM VIVENT
PERPETUAE LACHRIMAE.

Gumersindo Laverde Ruiz.


NOTAS DEL AUTOR.

1. De arcanis amoris et veneris.
2. Clarorum hispanorum opuscula selecta et rariora.
3. Tal vez más adelante traduzcamos en versos castellanos este poemita y otras composiciones hechas en obsequio de su autora, por cuya razón nada de él insertamos aquí.
4. Sequantur epistolae ad varios misase ludovicae sigaeae lusitanae feminae eruditissimae.
5. De diferentia vitae urbanae et rusticae.
6. Véase su Biblioteca nova, tomo 2.


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